1 de abril de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

ENTREGA 01/04/2020

Otro corría casi desnudo, con unos pantalones colgando de su cintura, aullando día y noche, como el hombre que menciona Josefo, que gritaba: «¡Ay de Jerusalén!», poco antes de la destrucción de esta ciudad. Así, esta pobre criatura desnuda gritaba: «¡Oh, el gran y terrible Dios!», y no decía otra cosa, sino que repetía incesantemente estas palabras con voz y semblante cargados de horror, a paso veloz. Según lo que sé, nunca nadie pudo verlo detenido o descansando o alimentándose. Yo encontré a este pobre hombre en las calles varias veces, y le hubiera hablado; pero él no quería entrar en conversación conmigo ni con ningún otro, y seguía con sus fúnebres gritos.
Estas cosas aterrorizaban en extremo a la gente, especialmente en ocasiones como las que mencioné, cuando descubrieron uno o dos muertos de peste en los boletines de St. Giles.
A esto se agregaban los sueños de las viejas o -debería decir- las interpretaciones que las viejas hacían de los sueños de otros. Esto puso a muchísima gente fuera de juicio. Algunos oían voces que les indicaban que se fueran, porque habría en Londres una peste tal que los vivos serían incapaces de enterrar a los muertos. Otros vieron apariciones en el aire. Se me debe permitir que diga (espero que sin faltar a la caridad) que escuchaban voces que nunca hablaron y vieron visiones que nunca aparecieron; sucedía que la imaginación popular estaba realmente descarriada y poseída. Y a no asombrarse si aquellos que encuadriñaban sin descanso las nubes veían formas y figuras, representaciones y apariencias, que no eran otra cosa sino aire y vapor. Aquí nos decían que habían visto una espada llameante sostenida por un brazo que surgía de una nube, apuntando directamente sobre la ciudad; allí veían coches fúnebres y ataúdes en el aire, camino del entierro; más allá, montones de cuerpos yaciendo sin sepultura, y cosas por el estilo, mientras la imaginación de la pobre gente aterrorizada les brindaba material de trabajo.
Asi las imaginaciones hipocondríacas representan naves, ejércitos y batallas en el firmamento hasta que un ojo firme las exhalaciones disuelve, y todo en su principio, la nube, se resuelve.
Podría colmar este relato con las extrañas narraciones que aquella gente ofrecía cada día de lo que había visto. Y cada uno se mostraba tan categórico acerca de ello, que resultaba imposible contradecirlos sin perder su amistad o ser considerado rudo y grosero, por un lado, y profano y cabeza dura por otro. Una vez, antes del comienzo de la epidemia, creo que hacia marzo, al ver una multitud en la calle me acerqué para satisfacer mi curiosidad y encontré que todos observaban el aire para ver lo que una mujer les decía que aparecía claramente para ella: un ángel vestido de blanco que blandía una espada en la mano, sobre su cabeza. Ella describía cada parte de la figura muy vivamente, señalando sus movimientos y formas, y esa pobre gente entró en el asunto seriamente y de buena fe.
-Sí, lo veo todo claramente -dijo uno-. Allí está la espada.
Otro vio el ángel. Uno hasta le vio el rostro y exclamó:
-¡Qué criatura gloriosa! Uno vio una cosa, y otro otra. Yo miré con tanta ansiedad como los demás, pero tal vez con menos ganas de ser embaucado; dije que no veía otra cosa que una nube blanca. La mujer se esforzó en demostrarme la cosa, pero no pudo obligarme a confesar que la veía; en verdad, para hacerlo, yo hubiera tenido que mentir. Volviéndose hacia mí me miró la cara y creyó que yo reía; también en esto su imaginación la engañaba, porque en realidad yo no reía, sino que reflexionaba seriamente acerca de la manera en que la gente era aterrorizada por la fuerza de su propia imaginación. Sin embargo, me llamó impío y burlador; me dijo que era el tiempo de la ira de Dios, y que sentencias horribles se aproximaban, y que los escépticos como yo se extraviarían y perecerían.
La gente que la rodeaba parecía tan disgustada como ella. No encontré modo de convencerlos de que no me reía de ellos y comprendí que se lanzarían sobre mí antes de que pudiera desengañarlos. De manera que los dejé; y esta aparición fue considerada tan real como la de la misma estrella llameante.