22 de abril de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE
ENTREGA 22/04/2020

Aquí debo señalar que nada resultó más fatal para los habitantes de esta ciudad que su propia negligencia; durante el extenso período de alarma o de advertencia que precedió a la Visitación, no hicieron la menor provisión de alimentos ni de otras cosas de primera necesidad, lo cual les habría permitido subsistir en sus propias casas conforme al ejemplo de ciertas personas que fueron preservadas en gran medida gracias a esa precaución. De igual modo, después de haberse endurecido, se volvieron menos temerosos que al principio de hablar con los que se hallaban contaminados, aun cuando lo supieran.
Reconozco que yo me contaba entre los aturdidos; tan pocas provisiones había hecho, que mis criados se vieron obligados a salir para comprar hasta las bagatelas de un penique, como antes de la epidemia, hasta el día en que la experiencia me mostró mi locura y empecé a hacerme más sabio, pero tan tarde que apenas tuve tiempo de aprovisionarme lo suficiente como para un mes de subsistencia.
Sólo tenía conmigo una anciana que dirigía la casa, una sirvienta, dos aprendices y yo. La peste comenzaba a hacer estragos a nuestro alrededor, y yo me preguntaba con tristeza qué línea de conducta seguiría y cómo debía actuar. Las cosas aterradoras que veía al salir a la calle habían llenado de espanto mi espíritu, por miedo a contraer la enfermedad, que era, por cierto, horrible en sí misma y más horrible en algunos que en otros. Los bubones que generalmente se localizaban en el cuello o en la ingle se hacían, al endurecerse y cuando no se abrían, tan dolorosos como la tortura más refinada. Algunos desventurados, incapaces de soportar el tormento, se arrojaban desde lo alto de los balcones, o se pegaban un tiro, o se destruían por cualquier otro medio; casos como éstos vi muchos. Otros, sin poder ya contenerse, lanzaban gritos incesantes de dolor, y sus gemidos, tan fuertes, tan lastimosos, atravesaban el corazón de quienes los oían al pasar por la calle, más si se consideraba que el mismo terrible azote podía en cualquier instante descargarse sobre uno.
Debo confesar que mis resoluciones comenzaban a flaquear. Me fallaba el corazón, y me arrepentía de mi temeridad. Cuando al salir me veía frente a aquellas cosas espantosas, me arrepentía, digo, de la prontitud con que me había aventurado a permanecer en la ciudad. Y a menudo deseé no haber tomado esa decisión, sino haber partido con mi hermano y su familia.
Aterrorizado por aquellos horrores, quise retirarme en mi casa, y tomé la resolución de no volver a salir, que mantuve durante tres o cuatro días, tiempo que dediqué a agradecerle a Dios mi preservación y la de mi familia, confesando mis pecados y ofreciéndome a Él cada día; me elevaba por el ayuno, la humillación y la meditación. Los intervalos los empleaba en leer y en poner por escrito las cosas de mi vida diaria; de aquellas notas extraje después la mayor parte de este trabajo, que sólo es un conjunto de observaciones efectuadas fuera de mi casa. Lo que escribí acerca de mis meditaciones lo he reservado para mi uso personal; deseo que nunca se haga público, con ningún pretexto.
También escribí otras meditaciones respecto de los asuntos religiosos que se presentaban a mi espíritu y que podían resultarme benéficos; pero como no pueden convenir a ningún otro fin, no hablaré de ellas.
Tenía un excelente amigo, un médico llamado Heath, al que visitaba con frecuencia en aquellos tristes tiempos y a cuyo consejo estoy muy reconocido. Él fue quien me recomendó tomar ciertas drogas para prevenir la infección al salir de mi casa, pues estimaba que yo salía con demasiada frecuencia, y me dijo que las mantuviera en la boca mientras me hallara en la calle. También venía a verme a menudo, y como era tan buen cristiano como médico, su conversación fue para mí, además de un recreo, un gran sostén en lo peor de aquella época terrible.
Estábamos a principios de agosto, y la plaga se desencadenó con una violencia inaudita en el barrio donde yo vivía. El doctor Heath acudió a verme, comprobó que yo me aventuraba demasiado en salir a la calle y me aconsejó que me encerrara inmediatamente, junto con mi familia, que no autorizara la salida de ninguno de los míos y que mantuviera cerrados los postigos, las ventanas y las cortinas, sin abrirlos jamás. Pero ante todo nos dijo que quemásemos en la habitación resina y pez, azufre o pólvora de fusil y otras materias semejantes, cuidando de tener cerrada la puerta o la ventana. Cosa que hicimos durante algún tiempo. Pero yo carecía de provisiones para tan largo retiro, y nos fue imposible permanecer en la casa sin movernos. Con todo, intenté, pese a lo tardío de la época, hacer algo con ese propósito. En primer lugar, como tengo facilidad para amasar y batir, salí y traje dos talegas de harina, y durante varias semanas cocimos nuestro propio pan; también compré malta, e hicimos tanta cerveza como podían contener las vasijas de la casa. Todo lo cual pareció suficiente para cinco o seis semanas. Me procuré igualmente una cantidad de mantequilla salada y queso de Cheshire. Pero carecíamos de carne, y la peste hacía tales y tan violentos estragos en los mataderos y entre los carniceros que en gran número vivían del otro lado de nuestra calle, que no habría sido siquiera imaginable cruzar la calzada para ir a buscarla.