7 de abril de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

ENTREGA 07/04/2020

No se supondrá que menoscabo la autoridad o la capacidad de los médicos, cuando digo que la violencia de la enfermedad, al llegar a su clímax, fue como la del fuego del año siguiente. El fuego, que consumió todo lo que la peste no había podido tocar, desafió a todos los remedios: las bombas de incendio se rompieron, los cubos fueron desechados, y el poder del hombre se vio desbaratado y arrojado a su fin. Del mismo modo, la peste desafió toda medicina; hasta los médicos fueron atrapados por ella, con sus protectores sobre la boca; deambulaban prescribiendo a otros e indicándoles qué hacer, hasta que las señales los alcanzaban y caían muertos, destruidos por el enemigo contra el que batallaban en los cuerpos de otros. Tal fue el caso de varios médicos, entre los que se contaran algunos de los más eminentes, y el de varios de los cirujanos más hábiles. También perecieron muchos curanderos que cometieron la tontería de confiar en sus propias recetas, cuya ineficacia necesariamente deberían conocer; como a otros ladrones, conscientes de su culpabilidad, les hubiera convenido más huir de la justicia, sabiendo que sólo podían esperar un castigo acorde con sus merecimientos.
Tampoco menoscaba el trabajo o la diligencia de los médicos contar que cayeron en la calamidad común. Es más bien un elogio decir que aventuraron sus vidas tanto como para perderlas al servicio de la humanidad. Se esforzaron en hacer el bien y salvar la vida de otros. Pero no esperábamos que los médicos pudieran detener la sentencia de Dios o evitar que una enfermedad evidentemente armada por el cielo ejecutara el mandato que le fue encomendado.
No hay duda de que los médicos, con su habilidad, prudencia y aplicación, ayudaron a muchos a salvar sus vidas y restaurar su salud. Pero, sin denigrarlos, hay que decir que fueron incapaces de curar a quienes tenían las señales o estaban infectados antes de pedir su ayuda, como fue caso frecuente.
Falta mencionar las medidas oficiales tomadas por los magistrados en salvaguarda de la población y para evitar la propagación de la enfermedad. Tendré frecuente ocasión de hablar de la prudencia de los magistrados, de su caridad, de la protección de los pobres, de la conservación del orden y el suministro de provisiones durante el recrudecimiento de la peste. Pero ahora me dedico a las primeras disposiciones publicadas para el gobierno de las familias contagiadas.
Ya mencioné la clausura de casas; es necesario detenerse más en este punto, porque es un aspecto de la epidemia más bien melancólico; pero hasta la historia más atroz debe ser relatada.
Como ya dije, hacia el mes de junio el Lord Mayor de Londres y la Corte de Regidores comenzaron a ocuparse más concretamente del gobierno de la ciudad.
Los jueces de paz de Middlesex, por orden del secretario de estado, habían empezado a cerrar casas en los distritos de St. Giles-in-the-Fields, St. Martin, St. Clement Danes y otros, con éxito, ya que mediante una estricta guardia de las casas infectadas y cuidando de enterrar inmediatamente a los muertos, se consiguió que la peste amainara en las distintas calles en que había estallado. También se observó que la enfermedad disminuía más en estas parroquias que en las de Bishopsgate, Shoreditch, Aldgate, Whitechapel, Stepney y otras: el cuidado precoz fue un excelente medio para dominarla.
Creo que la clausura de casas fue un método utilizado por primera vez durante la epidemia que se produjo en 1603, cuando llegó al trono el rey Jaime I. El poder para encerrar a la gente en su propia casa fue acordado por un Acta del Parlamento titulada Acta para la Disposición, y el Caritativo Alivio de las Personas infectadas por la Peste. Fue en este acta que el Lord Mayor y los regidores de la ciudad de Londres fundamentaron la orden emitida el 1 de julio de 1665, cuando sólo había unos pocos infectados dentro de la City. En efecto, el último boletín señalaba cuatro en las noventa y dos parroquias. Gracias a los medios arbitrados -ya algunas casas habían sido cerradas y algunas personas recluidas en el hospital existente más allá de Bunhill Fields, camino a Islington- mientras morían cerca de mil por semana en total, el número de muertos sólo ascendía a veintiocho dentro de la City, que relativamente se conservó más saludable que cualquier otro lugar durante el tiempo que duró la infección.