1 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 01/05/2020

Gracias a Dios, yo seguía a salvo; estaba fuerte y gozaba de plena salud, pero me sentía harto de estar encerrado, así, sin aire, desde hacía unos quince días. No pude impedirme salir para ir hasta el correo a despacharle una carta a mi hermano. Fue entonces cuando observé el profundo silencio de las calles. Llegué al correo y me disponía a despachar mi carta, cuando vi que un hombre, de pie en un rincón del patio, hablaba con otro que se hallaba asomado a la ventana; un tercero había abierto una de las puertas de la oficina. En mitad del patio había una bolsita de cuero con dinero y dos llaves que colgaban de ella, pero nadie se atrevía a tocarla. Pregunté cuánto tiempo hacía que estaba allí. El hombre de la ventana me dijo que hacía por lo menos una hora, pero que no deseaba ocuparse de ella sin saber si la persona que la había perdido volvería a buscarla. Como yo no tenía mayor necesidad de dinero, y como la importancia de la suma no me incitaba a apoderarme de la bolsita, con el riesgo, además, de tener que devolverla, me dispuse a salir. El hombre que había abierto la puerta me dijo que iba a poner aquello a buen recaudo, para que su propietario, si regresaba, pudiese dar con ella. Entró en busca de un balde de agua y lo depositó muy cerca del portamonedas, y volvió a partir para regresar con pólvora de fusil, una buena porción de la cual arrojó sobre la bolsita; luego hizo un reguero con la pólvora que le había sobrado. Este reguero tenía dos yardas. Después de lo cual entró por tercera vez en busca de un par de pinzas calentadas al rojo, supongo que a propósito, y le prendió fuego al reguero de pólvora; la bolsita se puso al rojo y echó bastante humo. El hombre, no satisfecho aún, tomó entonces la bolsita con las pinzas, la alzó y la mantuvo así hasta que las pinzas la atravesaron; entonces echó el dinero en el balde de agua y se lo llevó. Recuerdo que había unos trece chelines, unos cuantos peniques y otros tantos cobres. Tal vez los pobres habrían llevado su miseria hasta el extremo de arriesgarse por aquel dinero, pero fácilmente puede verse, por lo que acabo de narrar, de qué modo la poca gente que se hallaba a salvo cuidaba por entonces de sí misma, cuando la peste arreciaba. Más o menos por la misma época me paseaba por los campos del lado de Bow, pues sentía un gran deseo de ver qué ocurría en el río y en los buques. Como poseo algún conocimiento de las cosas marítimas, pensaba que los buques debían ser excelentes refugios. Y tratando de satisfacer mi curiosidad, regresé de Bow a Bromley y descendí hasta las escaleras de Blackwall, que sirven para subir a bordo. Vi a un pobre hombre que caminaba solo por la ribera, o mejor dicho por el malecón. Por un instante continué mi camino, mientras observaba todas las casas clausuradas. Al cabo, desde lejos, trabé conversación con aquel desdichado. Primero le pregunté cómo iban las cosas por allí.
- ¡Ay, señor! -dijo-. Es casi la desolación. Todos muertos o enfermos. Muy pocas familias quedan aquí o en esa villa -señalaba hacia Popular- en las que no hayan muerto ya la mitad de sus miembros y la otra mitad no esté contaminada. -Luego, mostrándome una casa-: Allí han muerto todos; la casa ha quedado abierta y nadie se atreve a entrar. Un pobre ladrón se aventuró a hacerlo para robar alguna cosa, pero lo ha pagado muy caro: anoche se lo llevaron al cementerio. -En seguida me mostró varias otras casas-: En aquélla han muerto todos: el hombre, la mujer y los cinco hijos. Aquella otra ha sido cerrada; observe el guardián que está en la puerta... -y así continuó con otras casas.
-Pero entonces -le dije-, ¿qué hace usted aquí, solo?
-¡Ah! -respondió-, yo soy un pobre hombre desolado. Dios no ha querido golpearme aún, pero mi familia sí está enferma, y uno de mis hijos ha muerto.
-¿Qué entiende usted por no ser golpeado? -insistí.
-Fíjese usted, señor -contestó-; esa es mi casa -y señalaba una casita baja-. Allí viven mi mujer y mis dos hijos, si a eso se le puede llamar vivir, porque ella está enferma, y también uno de los niños, pero yo no me acerco a ellos.
Al decir estas palabras, las lágrimas le bañaron el rostro. Tampoco yo, lo aseguro, pude retener las mías.
-¿Y por qué no se acerca a ellos? -dije-. ¿Cómo puede usted abandonar a la sangre de su sangre?
-¡Oh, señor! -exclamó-. ¡Dios no lo quiera! No es que los haya abandonado. Trabajo para ellos cuanto puedo. ¡Y el Señor sea loado: no permito que les falte nada!
Diciendo lo cual, levantó los ojos al cielo en una actitud que me dio a comprender que no se trataba de un hipócrita, sino de un hombre serio, religioso y bueno. Y su exclamación era la expresión de su gratitud. Aun en la situación en que se hallaba podía decir que su familia no carecía de nada.
-¡Oh, excelente hombre! -dije-. ¡Es una gracia para los pobres! ¿Pero cómo viven entonces? ¿Y cómo ha podido usted salvarse de la calamidad que ahora pesa sobre nosotros?
-Vea usted, señor, soy barquero y esa es mi barca, que me sirve de casa. En ella trabajo durante el día y en ella duermo por la noche. Lo que gano lo deposito bajo esta piedra -me señalaba una piedra ancha bastante apartada de su casa, del otro lado del camino-. Los llamo, grito hasta que me oyen. Y vienen a buscar el dinero.
-Pero, amigo mío -consulté-, ¿cómo puede ganarse la vida como barquero? ¿Acaso hay en estos momentos personas que deseen navegar?
-Sí -respondió-, por lo menos de cierta manera. ¿Ve usted aquellos cinco barcos, anclados? -señalaba con el dedo la parte baja de la ribera, bastante lejos, hacia lo bajo de la ciudad. ¿Y aquellos otros ocho o diez, sujetos con cadena, y más allá otros ocho también anclados? -ahora señalaba hacia las afueras de la ciudad-. Todos ellos tienen familias a bordo, familias de comerciantes, propietarios o cosa por el estilo, que se han encerrado en ellos y viven confinadas por temor a infectarse. Yo me ocupo de hacerles los mandados, de llevar sus cartas, de efectuar lo que les sea absolutamente indispensable, para evitarles la obligación de bajar a tierra. Por la noche atraco mi barca a uno de esos navíos y allí duermo, solo. Gracias a Dios, hasta ahora estoy a salvo.
-Pero, amigo mío -continué-, ¿lo dejan subir a bordo después que ha estado usted en tierra, en un lugar tan terrible e infectado como éste?
-¡Oh! En cuanto a eso -replicó-, muy rara vez subo. Lo que traigo lo deposito en sus barcos, o bien me aproximo y ellos izan las provisiones a bordo. Y aunque subiera, no correrían el menor peligro, porque jamás entro en las casas de la ribera y no tengo contacto con nadie, no, ni siquiera con mi propia familia. Yo sólo hago sus mandados.
-Lo cual -argüí- puede ser peor, ya que a alguien tiene usted que comprarle las provisiones. Y toda la región está tan infectada, que hasta conversar con alguien resulta peligroso. Por lo demás, esta villa es el comienzo de Londres, aunque esté a cierta distancia.
-Es verdad -añadió-, pero usted no me comprende exactamente. No es aquí donde les busco las provisiones. Remo hasta Greenwich, y allí compro la carne; a veces bajo por el río hasta Woolwich y compro allá. También voy hasta las granjas aisladas que quedan por el lado de Kentish, donde soy conocido, y allí compro carne blanca, huevos y mantequilla, que llevo a tal o cual barco, según los encargos. Rara vez bajo a tierra en este lugar; ahora he venido a ver a mi mujer y a saber cómo anda mi familia; le traigo algo de dinero que recibí anoche.
-¡Pobre hombre! -dije-. ¿Y-cuánto tienes para ellos?
-Cuatro chelines, lo que ya es algo si tenemos en cuenta la situación actual de los pobres. Pero además me han regalado una bolsa de pan, un pescado salado y un poco de carne, y todo esto es una ayuda.
-¿Y ya se lo has llevado? -pregunté.
-No, pero he llamado y mi mujer ha respondido que ahora no podía salir, pero que esperaba hacerlo dentro de una media hora, y la estoy esperando. Pobre mujer mía, en qué estado tan triste está. Tenía un absceso y se le ha reventado; espero que se reponga. Pero tengo miedo de que se nos muera un hijo. Será la voluntad de Dios.
Y se detuvo para echarse a llorar.
-Hombre honesto -le dije-, cuentas con un seguro consuelo si así te resignas a la voluntad de Dios. Él, en su sabiduría, nos conduce.
-¡Oh, señor! -respondió-. Será una misericordia infinita si por lo menos uno de nosotros se salva. ¿Por qué tendría que quejarme?
-¡Hablas muy bien! -le dije—. ¡Oh, mi fe es mucho menor que la tuya!