DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 06/05/2020
No hay razón alguna para dudar que la miseria de las madres que parían por entonces era realmente grande. Nuestros registros de mortalidad casi no echan luz sobre este asunto, pero lo aclaran un poco. Había más niños muertos de hambre, pero esto no era nada; la verdadera miseria empezaba cuando, muerta la madre y postrado todo el resto de la familia, los pequeños, faltos de nodriza, simplemente iban muriendo de inanición junto a los mayores. Si se me permite dar mi opinión, creo que varios centenares de pe-queñuelos indefensos perecieron de esa manera. En otros casos no morían de hambre, sino que eran contaminados por la nodriza. Incluso cuando los criaban sus madres, éstas, si habían contraído la enfermedad, envenenaban, es decir, infectaban a los niños con su leche aun antes de saberse enfermas, y en tales casos los niños eran los primeros en morir. No puedo recordar esto sin que me asalte el deseo de aconsejar a toda mujer encinta y a toda nodriza que huyan, que se alejen, por el medio qué sea, si alguna vez una prueba tan terrible vuelve a abatirse sobre esta ciudad, porque su miseria, en caso de infección, superaría en mucho a cualquier otra.
Podría narrar varias historias terribles de niños que eran encontrados vivos, todavía chupando el pecho de su madre o su nodriza, segada por la peste. Como ocurrió con una madre que vivía en mi parroquia, cuyo hijo parecía enfermo. Envió a buscar al boticario para que revisara al niño. Cuando el boticario llegó, ella estaba amamantando al pequeño; por las apariencias, la madre parecía en perfecto estado de salud. El boticario se aproximó y observó las marcas del mal en el pecho que ella daba al niño. Se sintió muy sorprendido, pero no quiso asustar a la pobre mujer y le rogó que le diera el bebé. Tomándolo, lo puso en una cunita que había en la habitación, lo desvistió y encontró los signos fatales en su cuerpecito. Madre e hijo murieron antes de que el padre, a quien se había puesto al corriente de la situación, hubiera tenido tiempo de regresar con los remedios. ¿El lactante infectó a la madre? Nunca se supo; lo más probable es que ella haya infectado al niño. También se presentó el caso, bastante parecido, de un niño que fue enviado de vuelta a casa de sus padres porque su nodriza había muerto apestada. La tierna madre no pudo evitar acunarlo en sus brazos y darle el pecho: fue contaminada y murió. La encontraron abrazada a su hijo, igualmente muerto.
El corazón más duro se conmovería con los ejemplos tan frecuentes de madres que atendían y velaban a sus adorados retoños y que a veces morían antes que ellos, o bien con el de aquellas que eran contagiadas por sus hijos y sucumbían, mientras que los niños, a los que ellas se habían sacrificado, se reponían y salvaban.
También está la historia del comerciante de East Smithfield, cuya mujer había quedado encinta por primera vez y comenzó con los síntomas del parto cuando ya había sido alcanzada por la peste. El pobre marido no pudo contar con una comadrona ni con una enfermera; además, dos sirvientas que tenía huyeron. Corrió de casa en casa como un loco, sin encontrar ayuda. Todo lo que pudo obtener fue la promesa del vigilante de una casa infectada y clausurada de enviarle a la mañana siguiente una cuidadora de enfermos. El pobre hombre, con el corazón partido, regresó para asistir a su mujer como pudiera y ofició de comadrona. Trajo al mundo un niño muerto: Y apenas una hora más tarde, también su mujer moría en sus brazos. Mantuvo al cadáver apretado contra su pecho, hasta la mañana siguiente, en que llegó el vigilante conduciendo a la cuidadora. Al subir la escalera, y como la puerta sólo tenía pestillo, sin estar cerrada, vieron al hombre sentado, abrazando a su mujer muerta; tanto lo había agobiado el dolor, que también él murió unas horas después, sin presentar signo alguno de infección: la pena excesiva se lo llevó.
He oído hablar de ciertos desventurados a quienes la muerte de los miembros de su familia los idiotizó, tan grande fue su pena. Entre ellos, hubo uno que quedó de tal modo abatido por la impresión, que la cabeza comenzó a hundírsele gradualmente en el cuerpo, entre los hombros, hasta que el cráneo apenas le sobresalía de los hombros. Y poco a poco fue perdiendo la voz y la razón, y la cara, siempre inclinada hacia adelante, le tocó las clavículas. Era imposible enderezarle la cabeza sin tenérsela con las dos manos. El pobre hombre nunca volvió a sus cabales. Más o menos un año languideció en ese estado, hasta que murió. No podía levantar los ojos ni mirar rectamente cosa alguna.
Aquí sólo puedo dar un resumen de semejantes episodios, ya que resultaba imposible obtener detalles: toda la familia en que habían sucedido esos hechos desaparecía, segada por el mal. Los innumerables casos de este tipo eran conocidos simplemente cuando ocurrían en la calle, según ya lo he destacado. Es difícil trazar la historia de tal o cual familia, pues nunca hubo dos que fueran iguales.