19 de abril de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA19/04/2020


Durante tres o cuatro días, repito, continuaron aquella lastimosa vida; no creo que fueran más. Luego uno de ellos, el mismo que le preguntara al pobre hombre por qué había salido de su tumba, fue castigado por el cielo con la peste y murió del modo más deplorable. En una palabra, todos fueron conducidos a la gran fosa a que ya me referí antes de que ésta se viese completamente llena, es decir, en el término de unos quince días.
Aquellos hombres se habían hecho culpables de extravagancias tales, que la naturaleza humana debería temblar ante su sola idea en una época de terror general como aquella en la que nos encontrábamos, sobre todo cuando tomaban en broma y blasfemaban contra todo lo que tuviese para el pueblo un sentido religioso, particularmente la piadosa prisa que impulsaba a éste a los lugares de culto público a fin de implorar la misericordia divina en aquellos tiempos de aflicción. La taberna donde se reunían daba frente a la puerta de la iglesia, y en más de una ocasión habían dado libre curso a su profano regocijo de ateos.
Pero las oportunidades de hacerlo habían disminuido un poco antes del incidente que acabo de relatar, pues por entonces la infección se apoderaba con tanta violencia de aquella parte de la ciudad, que el pueblo empezaba a tener miedo de ir a la iglesia; por lo menos ya no se veía un número tan grande de fieles. Muchos clérigos habían muerto, y otros se habían ido al campo; realmente se necesitaba mucho valor y una fe muy grande no sólo para arriesgarse a permanecer en la ciudad, sino además para ir a la iglesia y oficiar como ministro de una congregación, respecto de la cual había sobradas razones para pensar que muchos de sus miembros habían sido alcanzados por la peste, y hacer esto todos los días, e incluso dos veces por día, como ocurría entonces en ciertos sitios.
Es cierto que la población mostraba un celo extraordinario por cumplir con los ejercicios religiosos. Y como las puertas de las iglesias estaban siempre abiertas, la gente entraba en éstas a cualquier momento del día, estuviera o no oficiando el ministro; cada uno se ubicaba en su sitio y rezaba con gran fervor y devoción.
Otros se reunían en casas, guiados por su opinión sobre las cosas. Pero todos, indistintamente, eran objeto de las burlas de aquellos hombres, sobre todo en los comienzos de la epidemia.
Al parecer, varias personas serias, de diversas creencias, los reprendieron al oírlos insultar tan abiertamente a la religión, y supongo que esto, sumado a la violencia de la epidemia, fue lo que terminó por derrotar su insolencia poco tiempo antes. Habían sido incitados por el espíritu de diversión y de ateísmo ante la algazara ocasionada por la llegada del pobre hombre; acaso el demonio mismo los agitó cuando tomé a mi cargo la tarea de reconvenirlos. Y sin embargo empleé toda la calma, la moderación y la urbanidad a mi alcance; por eso me insultaron más, pensando que su enojo me causaba miedo. Después pudieron convencerse de lo contrario.
Regresé a casa dolorosamente consternado por la abominable maldad de aquellos hombres y muy seguro, sin embargo, de que serían terribles ejemplos de la justicia divina, pues consideraba aquellos días siniestros como una época particularmente reservada a la venganza celestial y durante la cual Dios elegiría los motivos de su disgusto de una manera más especial y notable que en otros tiempos. Reconocía que mucha gente decente caería, tocada por la común desgracia, y que no se podía juzgar respecto de la suerte eterna de hombre alguno por el hecho de que en tales tiempos de destrucción general hubiese sido herido o perdonado. No obstante, me parecía razonable creer que Dios no consideraría cosa buena perdonar, en su Misericordia, a enemigos tan abiertamente declarados, que insultaban su Nombre y su Ser, que desafiaban su venganza y que justamente en esa hora hacían befa de su culto y de sus adoradores. No, no era posible, aun cuando su Misericordia hubiese aprobado en otros tiempos soportarlos y perdonarlos. Pero aquellos eran días de Visitación, días de cólera de Dios, y a mi mente regresaban estas palabras: ¿No he de castigar yo estas cosas, dice el Señor, y no se vengará mi alma de una tal gente? (Jeremías, V, 9).
Estas cosas, digo, ocupaban mi mente, y volví a mi casa muy afligido y agobiado por el horror que me causaban las perversidades de aquellos hombres y la idea de que fuera posible ser tan vil, tan duro, tan rematadamente criminal para insultar de semejante manera a Dios, a sus siervos y a su obra precisamente cuando Él había empuñado su espada para vengarse no sólo de ellos, sino de toda la nación.
Cierto es que yo había mostrado algo mi cólera, causada, no por las afrentas personales que me habían infligido, sino por el horror con que me hartaban sus blasfemias. Pero, en mi fuero íntimo, temía en realidad que su enojo me hubiera alcanzado, debido al gran número de groserías que me habían propinado. Sin embargo, de regreso, al cabo de unos momentos me retiré a mi habitación, con el corazón grávido de pena. Aquella noche no dormí, agradeciéndole muy humildemente a Dios por haberme preservado del enorme peligro que había corrido, y tomé la firme resolución de rogarle por aquellos miserables, para que los perdonara, para que les abriera los ojos y los humillara.