DIARIO DEL AÑO DE LA PESTEENTREGA 20/04/2020
Al rogar por quienes me despreciaban no sólo cumplía con mi deber, sino que además me cercioraba de que mi corazón no había sido colmado por ningún resentimiento para con aquellos que tanto me habían ofendido, y esto me produjo una gran satisfacción. Con toda humildad recomiendo este método a quienes deseen distinguir con certeza su celo real por la gloria de Dios de los efectos de sus pasiones personales o de sus resentimientos.
Pero debo volver a los particulares incidentes que se fijaron en mi memoria durante aquella prueba, y en particular al cierre de las casas al comienzo de la epidemia, porque la gente, antes de que el mal alcanzara su mayor intensidad, se observaba entre ella mucho mejor que lo que pudo hacerlo luego, y ya no volvería a comunicarse como antes, cuando la epidemia se desencadenó.
Ya he dicho que durante el cierre de las casas hubo algunos actos de violencia contra los guardianes. En cuanto a los soldados, no se los hallaba. El reducido número de guardias que el rey tenía por entonces no se parecía en nada al número que mantuvo después, y aquéllos estaban dispersos: unos en Oxford con la corte, y otros en cuarteles en los sitios más apartados de la campaña, excepción hecha de pequeños destacamentos que se hallaban de servicio en la Torre o en Whitehall, que eran pocos. No puedo decir a ciencia cierta si en la Torre existían otros guardianes aparte de los ordinarios, que se encontraban de facción en las puertas, exceptuando veinticuatro fusileros, así como los oficiales designados para vigilar los almacenes. Con respecto a las tropas adiestradas, era imposible reclutarlas. Si los tenientes de Londres o de Middlesex hubieran ordenado redoblar convocando a filas, no creo que una sola de las compañías se hubiera reunido, pese a todas las penas en que hubiesen incurrido.
Esto hacía que se respetase poco a los guardianes, y tal vez ocasionó los mayores actos de violencia que se ejercieron contra ellos. Menciono estos hechos con el propósito de mostrar que la disposición de los guardianes para mantener en su casa a la gente carecía de todo efecto, en primer lugar porque la gente se escapaba, o por la fuerza o gracias a la astucia, frecuentemente a poco que lo deseara, y en segundo lugar porque los que se escapaban eran, por lo general, personas infectadas que, en su desesperación, corrían de un sitio a otro, sin preocuparse por aquellos a quienes contaminaban, lo que pudo dar razón a los informes que pretendían que las personas infectadas deseaban contaminar a las demás, informes que, en realidad, eran falsos.
Tan bien conozco estas cosas, que podría relatar muchas historias de gente de bien, piadosa y temerosa de Dios, que una vez alcanzada por el mal, lejos de salir a contaminar a los demás, le impedían a su propia familia acercarse a ellos, con la esperanza de preservarlos. Muchos de ellos murieron, sin haber visto siquiera a sus parientes más cercanos por miedo de ser instrumentos de su contaminación, de infectarlos, de ponerlos en peligro. Y si hubo casos en que los enfermos no se preocuparon por el mal que hacían a su alrededor, a menudo -cuando no casi siempre- fue porque se sintieron impulsados a liberarse de casas severamente cerradas, exacerbados por la necesidad de provisiones y de distracción, para lo cual ocultaron su desgraciado estado. Y estos pestilentes se convirtieron en involuntarios agentes de contagio para los ignorantes y los imprudentes. Es una de las razones que me hicieron pensar entonces -y aún mantengo esta opinión- que el cierre obligado de las casas, por compulsión, o mejor dicho, que semejante prisión de las personas en su propia morada era, en conjunto, muy poco útil. Más aun: me parece que fue más dañino que beneficioso, porque obligó a aquellas criaturas desesperadas a deambular llevando la peste, cuando de otro modo habrían muerto tranquilamente en su cama.
Recuerdo un ciudadano que habiéndose escapado de su casa situada en Aldersgate Street, o en las inmediaciones, tomó el camino de Islington e intentó entrar en la hostería del Ángel y luego en la del Caballo Blanco, dos posadas que aún hoy llevan el mismo nombre. Fue rechazado. Llegó entonces al 7oro Pío, que también conserva el nombre. Pidió alojamiento por una sola noche, con la excusa de que iba a Lincoinshire y asegurando que estaba en perfecta salud y a salvo de la peste, la que en aquella época, por lo demás, no había aún afectado mayormente a aquella región. Se le dijo que no había habitación disponible, pero que se le acomodaría una cama en una buhardilla, sólo por esa noche, pues para el día siguiente aguardaban a unos pastores que traerían ganado; si quería conformarse con ese alojamiento, ahí lo tenía. Y aceptó. Le enviaron una criada provista de una bujía para que le mostrara la pequeña habitación. El viajero iba muy bien vestido y no parecía alguien acostumbrado a dormir en una buhardilla. Apenas entraron en la habitación, lanzó un profundo suspiro y dijo a la doméstica:
-Muy rara vez he dormido en un alojamiento como éste.
Ella le aseguró nuevamente que no había nada mejor.
-Está bien -dijo él-, debo conformarme. Estos son tiempos muy duros, pero sólo será por una noche.
Entonces se sentó en el borde del lecho y le rogó a la sirvienta (creo que era bonita) que le fuera a buscar un poco de cerveza caliente. Partió ella a buscarla, pero en aquella casa eran muchos y sin duda le dieron otra tarea que la hizo olvidarse de la cerveza; no regresó, pues, al cuarto del hombre.
A la mañana siguiente, como no lo vieran aparecer, alguien de la casa le preguntó a la criada que lo había conducido hasta su cuarto qué había sido de él. La moza dio un salto.
-¡Ay! -dijo-, no pensé más en él. Me pidió que le llevara cerveza caliente, y me olvidé.
Tras lo cual enviaron, no a la sirvienta, sino a otra persona para que fuera a ver que había ocurrido, y esta otra, no bien entró en el cuarto, lo encontró rígido, muerto, casi tibio aún, atravesado en la cama. Tenía la ropa desgarrada, le colgaba la mandíbula, y sus ojos abiertos le daban una expresión horripilante. Una de sus manos, aún crispada, sostenía el cubrecama, y todo mostraba con claridad que su deceso se había producido poco tiempo después que la sirvienta lo dejó a solas; tal vez si ella le hubiera subido la cerveza lo habría encontrado muerto apenas unos instantes después de sentarse en la cama. Todo el mundo se alarmó mucho en la casa, como es dable suponer, pues todos habían estado a salvo hasta el momento en que se produjo el desastre que llevó la epidemia a aquella casa, de donde rápidamente se extendió a las casas vecinas. Ya no recuerdo cuántas personas murieron en aquélla, pero creo que la sirvienta que subió a la buhardilla cayó enferma de miedo en el sitio en que se hallaba, y otras personas siguieron su ejemplo. Mientras que en la semana anterior sólo se habían contado dos decesos causados por la peste en Islington, en la siguiente hubo diecisiete muertos, de los cuales catorce se debieron a la peste. Era la semana del 11 al 18 de julio.