19 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 19/05/2020

Entonces sostuvieron un nuevo consejo; ahora las ciudades no necesitaban temer su cercanía. Al contrario, cierto número de familias pobres abandonaron sus casas y construyeron chozas en el bosque, como ellos. Pero varios de aquellos infelices fugitivos contrajeron la enfermedad en su propia choza, o en su tienda de campaña. La causa fue clara. No se debió al hecho de haberse instalado al aire libre, sino: 1°) porque no lo hicieron a tiempo, es decir, antes de haber contraído la enfermedad por haber hablado desaprensivamente con sus vecinos, o, casi podríamos decir, antes de que la enfermedad los cercara, y llevaron ésta por doquier fueron; 2°) porque no tuvieron la prudencia, después de haberse alejado sanos y salvos de la ciudad, de no regresar a ésta y de no mezclarse con los enfermos.
Pero fuese cual hubiere sido la causa, cuando nuestros viajeros advirtieron que la peste campaba no sólo en las ciudades, sino también en las tiendas de campaña y en las chozas del bosque, cerca de ellos, comenzaron a sentir pánico y pensaron en levantar campamento, en alejarse, porque de permanecer allí habrían corrido un indudable peligro.
Nada asombroso tiene el hecho de que se sintieran muy afligidos ante la obligación de abandonar aquel sitio, en donde habían sido tan bien recibidos y tratados con tanta humanidad y tanta calidad. Pero la necesidad, el riesgo que corría su vida, en procura de cuya salvación habían llegado hasta allí, prevaleció, y no vieron ningún otro remedio. Sin embargo, John pensó en recurrir, en su nuevo infortunio, a su principal bienhechor, para darle a saber su aflicción y solicitarle consejo y asistencia.
Aquel hombre, bueno, caritativo, los instó a abandonar el lugar, por temor de que la violencia de la epidemia les cortara toda retirada. Ahora, en cuanto a la dirección que debían tomar, halló muy difícil indicarla. Por fin John le pidió -ya que el caballero era juez de paz- que les diera un certificado de buena salud para presentarlo ante los otros jueces con que pudieran tropezar, a fin de que, cualquiera fuera su suerte, no se los rechazara, después de tanto tiempo de haber salido de Londres. Su protector se los concedió inmediatamente: todos recibieron verdaderos certificados de salud, legalizados, y de allí en adelante se vieron en libertad de ir a donde se les antojara.
Poseían, pues, un certificado de salud extendido en debida forma, en el que se aclaraba que habían residido en una aldea del condado de Essex el tiempo suficiente para que, después de un examen concienzudo y una cuarentena respecto de todo comercio con el mundo, y visto que no revelaban el menor síntoma de peste, se los consideraba como personas sanas y se los acogiera sin temor en cualquier parte. Efectivamente, su última partida había sido motivada por la aparición de la peste en aquella ciudad, y no por síntoma alguno de infección entre ellos.
Provistos de su certificado, se fueron, con mucha pena; y como John opinó en el sentido de no alejarse demasiado, se dirigieron hacia los pantanos del lado de Waltham. Pero allí encontraron a un hombre que cuidaba, al parecer, una presa o especie de esclusa para aumentar el agua al paso de las chalanas que suben y bajan el río. Y este hombre los aterrorizó con unas historias espeluznantes acerca de la enfermedad, que se había extendido por todas las ciudades ribereñas, por los aledaños de Middlesex y Hartfordshire, es decir, por Waltham, Waltham Cross, Enfield y Ware, y por todas las ciudades de la ruta que ellos llevaban. No se atrevieron, luego, a seguir su dirección, aunque el hombre había en realidad exagerado, pues aquellas cosas no eran ciertas.
De cualquier modo, se sintieron espantados y resolvieron marchar por el bosque en dirección de Romford y Brentwood. Pero se enteraron de que gran número de personas de Londres habían huido hacia ese lado y acampaban por aquí y por allá, en los bosques llamados de Hainault, justamente cerca de Romford; y que como no tenían refugio ni medios de subsistencia, vivían de un modo extraño y se veían reducidos a los últimos extremos en los bosques y los campos, por falta de socorro. Se decía que tan desesperados estaban por la miseria, que cometían muchos actos de violencia en la región, robando, saqueando, matando ganado, etc. Y que otros habían construido chozas y cabañas a la vera del camino y mendigaban con insistencia tal, que casi equivalía a exigir ayuda por la fuerza, pese a que aquella región se hallaba muy mal y pese, también, a que los pobladores se habían visto obligados a detener a algunos de aquellos hombres.
Esto les dio a entender a nuestros viajeros que en aquella comarca no encontrarían la caridad ni la benevolencia que habían hallado en el distrito de donde venían, sino corazones endurecidos y prevenidos en contra de ellos. Además, se les averiguaría acerca del lugar que habían abandonado, y se verían expuestos a actos de violencia por parte de quienes se hallasen en su caso. Ante tales consideraciones, John, el capitán, regresó en nombre de todos a casa de su amigo y benefactor, el que antes los había protegido, expuso su caso con toda franqueza y humildemente pidió consejo. Siempre con su misma bondad, el hombre les pidió que regresaran a su antigua morada, o, si no, que no se alejaran del camino, y les señaló un sitio que podría convenirles. Como realmente necesitaban una casa en la cual refugiarse en aquella época del año (se acercaba el invierno, dieron con un viejo, decrépito edificio -antigua casa de recreo o pequeña residencia- que se hallaba en tan mal estado, que parecía casi inhabitable; y gracias al beneplácito del granjero al que pertenecía, obtuvieron permiso para usarla como quisieran. Todos se pusieron a trabajar, bajo la dirección del ingenioso carpintero, y en pocos días contaron con un buen refugio. Había además una vieja estufa en ruinas, que, reparada, sirvió para calentarlos. Con toques y retoques por aquí y por allá, la casa quedó transformada y fue capaz de acoger a todos.