25 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 25/05/2020

Como ya he dicho, la población había llegado a desesperar se y a abandonarse. Este estado de ánimo produjo un extraño efecto en nosotros durante dos o tres semanas. Nos sentíamos audaces, aventureros, no asustados unos de otros ni confinados en nuestras respectivas casas; andábamos por todas partes y recomenzábamos a hablar. Se encaraba a la gente con estas palabras: «No le pregunto cómo está usted. Tampoco le digo cómo me va. Porque es seguro que todos partiremos. Poco importa, pues, estar enfermo o sano». Y así andaba la gente, desesperada, hacia cualquier lugar y en cualquier compañía.
La gente buscaba estar en compañía, y era sorprendente verla ir en multitud a las iglesias. Ya nadie se preocupaba por quién se sentaba al lado, ni por alguna emanación desagradable ni por el estado de su vecino. Todos se consideraban cadáveres y acudían a los templos sin la menor inquietud y se sentaban juntos, como si su vida no tuviera valor alguno en comparación con el deber con que debían cumplir allí. En verdad, el celo de que daban prueba y la seriedad y la emoción que mostraban al escuchar lo que se les decía patentizaban el valor que todo el pueblo ponía en la adoración de Dios: cada uno pensaba que iba a la iglesia por última vez. Y esto no dejó de producir algunos efectos extraños, como que se dejó a un lado todo escrúpulo respecto de quién subía al púlpito. Es muy cierto que muchos ministros fueron alcanzados por aquella calamidad que de un modo tan terrible azotaba por doquier; otros no tuvieron el coraje de soportarla y se retiraron al campo no bien hallaron el medio de escapar. De lo cual se siguió que varias iglesias quedaron completamente abandonadas, y la gente no tuvo el menor escrúpulo en llamar a los pastores disidentes, que algunos años antes habían sido privados de sus medios de subsistencia por un acta del Parlamento, llamada Acta de Uniformidad, que les prohibía
predicar en los templos. Y los ministros mismos de las iglesias no ofrecieron ninguna dificultad para aceptar su asistencia, aunque algunos, llamados ministros silenciados, en esa ocasión abrieron la boca y pecaron públicamente. Y aquí voy a observar, y espero que no sea inútil detenerse en ello un instante, que los hombres, si supiesen que su muerte está cerca, rápidamente se reconciliarían. Es nuestra seguridad en la vida lo que nos induce a rechazar lejos de nosotros tales cosas, y a ella hay que atribuir las disensiones, los rencores obstinados, los prejuicios, la falta de caridad y la falta de unión cristiana. Otro año más de peste pondría fin a todos los desacuerdos. La visión de una muerte próxima, o de un mal que lleva en sí la amenaza de muerte, libraría a nuestro humor de los malos gérmenes, borraría las animosidades que existen entre nosotros y nos llevaría a ver las cosas con otros ojos. Y así fue como los que formaban parte de la Iglesia se reconciliaron con los disidentes y los animaron a predicar, y los disidentes, por su parte, que habían roto con la comunión de la Iglesia de Inglaterra, causándole un enorme perjuicio, se sintieron dichosos de volver a entrar en sus parroquias y de hacerse al culto que antes habían desaprobado. Pero cuando el terror de la epidemia disminuyó, las cosas volvieron a su curso ordinario, tan poco deseable.
Estas cosas las menciono desde el punto de vista histórico. De ningún modo tengo la idea de exagerar los hechos para impulsar a uno y otro partido a una actitud más caritativa. No creo probable que semejante discurso pueda convenir a ello y ser coronado por el éxito. Las disensiones parecen desarrollarse y tienden más bien a acrecer que a disminuir, ¿y quién soy yo para presumirme de capaz de influir en uno u otro partido? Pero puedo repetir esto: es evidente que la muerte nos reconcilia 'a todos. Del otro lado de la tumba seremos nuevamente hermanos. En el cielo, donde espero que lleguemos a algún partido y a alguna doctrina que nos pertenezcan, ya no sentiremos los errores ni los escrúpulos. Allí todos seremos de un solo principio y de una misma opinión. ¿Por qué no podríamos ir de la mano hacia el sitio donde nos uniremos de todo corazón, sin vacilación alguna, en la armonía y el afecto más cabales? Y en verdad, ¿por qué no lo hacemos aquí? No encuentro qué decir y no añadiré nada más, salvo que es lamentable que las cosas ocurran como ocurren.
Podría detenerme largamente en las calamidades de aquellos días terribles y continuar describiendo lo que veíamos a diario: las horrorosas extravagancias a las que los enfermos eran arrastrados por el delirio, las calles ahítas de cosas pavorosas, las familias que se convertían para ellas mismas en un objeto de terror. Pero después de haber contado que un hombre atado a su cama, al no hallar medio alguno de librarse, le puso fuego a ésta con una bujía que había por desgracia al alcance de su mano y se quemó vivo, y que otro hombre bailó y cantó desnudo por las calles, como en éxtasis, de insoportables que eran sus tormentos, ¿qué puedo agregar? ¿Qué puede decirse para representarle al lector, de una manera viva, las miserias de aquellas horas, o para darle una idea más cabal de un infortunio que llegó al paroxismo?
Debo confesar que aquellos días fueron terribles y que a veces estuve a punto de abandonar todas mis resoluciones, porque ya no tenía el mismo coraje que al principio. Mientras el peligro impulsaba a los demás lejos, a mí me retenía en mi casa. Excepción hecha del viaje que hice a Blackwell y Green-wich, de que ya he hablado, y que fue una simple excursión, prácticamente estaba siempre en mi casa, tal como antes lo había hecho durante una quincena. Ya he dicho que a menudo me arrepentí de haberme aventurado a permanecer en la ciudad en lugar de partir con mi hermano y su familia. Pero para entonces era demasiado tarde. En seguida, después de haberme confinado en mi hogar y de haberme encerrado durante cierto tiempo, y antes de que mi impaciencia me hiciera salir, se me encargó, como también he dicho, un horroroso y peligroso servicio que nuevamente me obligó a deambular.