26 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 26/05/2020

Mis funciones expiraron cuando la epidemia se hallaba aún en su apogeo; me retiré, por tanto, una vez más y permanecí encerrado diez o doce días, durante los cuales se ofrecieron a mi vista, por mis propias ventanas, en mi propia calle, unos espectáculos pavorosos; entre otros, el de Harrow Alley; una pobre criatura afligida que bailaba y cantaba en su agonía. Casi no había día ni noche en que no sucediera algún horror al final de Harrow Alley, que es un sitio muy populoso, poblado sobre todo por carniceros o por otras personas que trabajan en oficios dependientes de la carne.
A veces, grandes grupos de personas desembocaban por la alameda, mujeres en su mayoría, haciendo un ruido terrible, una mezcla de chillidos, llantos y alaridos, interpelándose mutuamente, a tal punto que no sabíamos qué hacer. Durante casi toda la noche la carreta mortuoria se detenía al cabo de aquella alameda; no entraba, porque no habría podido girar ni aun avanzar más de unos pocos metros. Allí se quedaba, pues, aguardando los cuerpos. Y como el cementerio quedaba cerca, partía colmada y regresaba vacía. Es imposible describir los gritos horrorosos y el estrépito que hacía la pobre gente al traer los despojos de sus hijos o de sus amigos a la carreta; se habría pensado, a juzgar por el número, que a sus espaldas no quedaba nadie y que allí había suficiente gente para poblar todo el barrio. A veces se oía: «¡Fuego!»; otras, « ¡Al asesino!», pero uno se daba rápida cuenta de que se trataba de gente extraviada, que sólo eran lamentaciones de desdichados sumidos en el abatimiento, ya ausente el sentido.
Creo que en todas partes ocurría lo mismo por entonces, pues durante seis o siete semanas la peste arreció con una violencia superior a la que ya he mencionado y alcanzó un punto tal, que, reducido a semejante extremo, todo el mundo comenzó a infringir la ordenanza a que ya me he referido, esto es, que ningún cuerpo sería transportado por las calles o enterrado durante el día. Durante cierto tiempo se hizo necesario proceder de otra manera.
Hay algo que no puedo omitir aquí, y que en verdad fue extraordinario, o por lo menos pareció una manifestación del brazo de la Justicia Divina: todos cuantos predecían el porvenir -los astrólogos, los dicientes de la buena ventura, los inspirados, los conjuradores, etc., los eruditos del horóscopo, los tiradores de cartas, los quirománticos, los visionarios y otros habían desaparecido, se habían desvanecido. Era imposible encontrar uno solo de ellos.
En verdad, estoy convencido de que un elevado porcentaje de ellos cayeron víctimas de la violencia de la calamidad por haberse arriesgado a permanecer en la ciudad en pos de un buen provecho. Sus ganancias, alimentadas por la locura del pueblo, fueron inmensas en determinado momento. Pero luego se volvieron silenciosos. Muchos partieron a su última morada sin haber sido capaces de predecir su propia suerte o de leer su propio horóscopo. Otros llegaron a asegurar que todos morirían. No me atrevo a afirmarlo, pero hasta ahora no he oído decir que uno solo de ellos haya reaparecido después de la calamidad.
Regresemos a mis observaciones durante aquel horroroso período de la epidemia. Llegamos, pues, al mes de septiembre, que fue, creo, el momento más terrible que haya conocido Londres. En todas las estadísticas que he examinado acerca de las epidemias que hayan azotado a Londres, no se encuentra nada parecido. El número de muertos declarado por el boletín llegaba a casi 40.000, del 22 de agosto al 26 de septiembre, es decir, en sólo cinco semanas. He aquí el detalle:
Del 22 de agosto al 29 de agosto ................7.496
Del 29 de agosto al 5 de septiembre ................8.252
Del 5 de septiembre al 12 de septiembre 7.690
Del 12 de septiembre al 19 de septiembre 8.297
Del 19 de septiembre al 26 de septiembre 6.460
38.195