27 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 27/05/2020

Este número es, en sí mismo, prodigioso; pero si añado las buenas razones que tengo para creerlo por abajo de la verdad (¡y cuánto!) todos ustedes llegarán, como he llegado yo, a no objetar en nada la idea de que hubo más de 10.000 muertos por semana durante aquellas semanas, término medio, y propor-cionalmente durante varias semanas antes y después. El enloquecimiento del pueblo, sobre todo en la ciudad, fue inexpresable durante ese período. Tal fue el terror, que hasta a los encargados de enterrar a los muertos comenzó a flaquearles el ánimo. Muchos de ellos murieron, aun algunos de los que, habiendo contraído la enfermedad, se habían restablecido. Hubo otros que cayeron cuando ya habían llegado conduciendo los cuerpos al borde mismo de la fosa y se aprestaban a arrojarlos dentro. Y la confusión fue mayor aun en la ciudad, pues sus habitantes ya se felicitaban ante la esperanza de haber escapado al azote y creían superado el mortal peligro. Me contaron que un coche que iba a Shoreditch fue abandonado por sus conductores y quedó con uno solo. Éste murió en la calle, y los caballos, que continuaron la ruta, volcaron el carruaje y dejaron los cuerpos tirados por aquí y por allá, de una manera pavorosa. También he oído decir que otra carreta fue hallada en la fosa de Finsbury Fields; el conductor había muerto o la había abandonado, y los caballos se acercaron demasiado al borde de aquélla, por cuyo motivo se precipitaron y quedaron enterrados con el vehículo. Ha solido decirse, asimismo, que el conductor cayó con la carreta sobre él, pues encontraron su látigo en la fosa, en medio de los cuerpos; pero nada cierto hay en ello.
En nuestra parroquia de Aidgate pudo verse en repetidas oportunidades la carreta mortuoria colmada de cuerpos, a la puerta del cementerio, pero ni el sacristán, ni el conductor ni nadie la acompañaba. Los sepultureros jamás sabían a qué muertos transportaban en sus carretas. Éstos solían ser bajados por medio de cuerdas desde los balcones o las ventanas, y los transportadores y otras personas los ponían en las carretas. Pero, tal cual decían los hombres, no se tomaban el trabajo de contarlos.
Los médicos y, sobre todo los farmacéuticos y los cirujanos, se vieron a menudo en aprietos para distinguir a los enfermos de las personas sanas. Todos coincidían en decir que realmente mucha gente llevaba la peste en su sangre, que la peste se apoderaba de su espíritu y que sólo eran, en suma, caparazones putrefactos que aún caminaban -con un aliento infeccioso y un sudor emponzoñado-, conservando, sin embargo, cierta apariencia de salud e ignorantes de su propio estado. Todos estaban de acuerdo respecto de los hechos, pero no sabían cómo explicarlos.
Mi amigo el doctor Heath opinaba que a los enfermos podía reconocérseles por el aliento. Pero añadía: ¿quien se atreverá a tomarle el aliento a nadie para informarse? Ya que, para saber, habría que aspirar la hediondez de la peste con suficiente fuerza para que ella penetrara en nuestro propio cerebro, a fin de distinguir su olor. He oído hablar de otra opinión, según la cual al sujeto presuntamente enfermo podía hacérselo respirar en un vaso; la condensación del aliento permitiría distinguir al microscopio las criaturas vivas de las formas extrañas, monstruosas, horribles, tales como dragones, serpientes o demonios espeluznantes. Pero tengo mis dudas sobre la veracidad de este medio, pues por aquella época carecíamos de microscopio para llevar a cabo la experiencia, al menos por lo que recuerdo.
Otro sabio opinaba que el aliento de la gente enferma podía envenenar y matar, de un solo golpe, a un ave, y no solamente a un pajarillo, sino a un gallo, a una gallina; y si éstos no caían muertos inmediatamente, tendrían la pepita, como suele decirse, y los huevos que pondrían entonces las gallinas saldrían podridos. Pero son opiniones que nunca he visto demostradas, ni por mis demostraciones ni, que yo sepa, por las de ningún otro. De manera que las doy como me las dieron, subrayando, simplemente, que quizá tengan grandes posibilidades.
Otros propusieron que las personas afectadas respiraran con fuerza sobre agua caliente, en la que entonces se formaría una espuma anormal, o sobre varios otros objetos, especialmente sustancias gelatinosas, susceptibles de recibir y tolerar la espuma.