30 de mayo de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 30/05/2020

Vuelvo, entretanto, al capítulo de la contaminación mutua, antes de que la gente supiera que se hallaba contagiada y podía infectar a los demás. Verdadero espanto causaban quienes llevaban un cubrecabeza o un pañuelo al cuello, según es de uso entre los que sufren de abscesos en tales sitios. Pero un señor bien vestido, con su corbata, sus guantes, su sombrero bien puesto y sus cabellos esmeradamente peinados, no provocaba aprensión alguna; la gente le hablaba con entera libertad, sobre todo si era un vecino o alguien de su conocimiento. Pero cuando los médicos aseguraron que las personas sanas, es decir, aquellas que parecían estarlo, eran tan peligrosas como las enfermas, y que quienes se creían indemnes eran a menudo los más temibles; cuando, de una manera general, se hubieron comprendido estas cosas y la gente terminó por tomarlas en cuenta, así como sus causas, entonces, digo, todo el mundo suscitó pavor. Muchos se encerraron para no mezclarse con ningún grupo ni permitir que quienes habían estado en peligrosas promiscuidades entraran en su casa y se les aproximaran, al menos que se les aproximaran lo bastante como para ser alcanzados por su aliento o por algún pestilente olor. Y cada vez que se veían obligados a hablar con algún extraño, aun cuando a la distancia, siempre se ponían en la boca y sobre el traje algo que les sirviera de protección y que rechazara y mantuviera lejos el contagio.
Hay que reconocer que la gente comenzó a emplear tales precauciones cuando ya estaba menos expuesta al peligro; la infección no se declaró en sus casas con tanta violencia como lo había hecho en otras. Millares de familias fueron preservadas (teniendo en cuenta a la Divina Providencia) por esos medios.
Imposible hacer entrar nada en la cabeza de los pobres. Continuaron dando libre curso a la habitual impetuosidad de su temperamento, lanzando gritos y lamentos si ya habían sido afectados, pero alocadamente despreocupados, temerarios y obstinados mientras se sentían bien. Cuando encontraban algún trabajo, se arrojaban de cabeza en la tarea que fuese, la más peligrosa, la más susceptible de infectarlos. Si se les advertía, contestaban: «Debo tener confianza en Dios. Si me enfermo, Dios proveerá, y será el fin de mi miseria.» Y así por el estilo. O bien: « ¡Y qué! ¿Qué debo hacer? No puedo morirme de hambre. Tanto da morir de peste como de privaciones. No tengo trabajo. ¿Qué puedo hacer? Tomar esto o mendigar.» Y se trataba de enterrar muertos, de atender enfermos o de vigilar casas infectadas, ¡ocupaciones terriblemente arriesgadas! Su historia era siempre idéntica. La necesidad alegaba ampliamente en su favor, es cierto, y ninguna otra excusa podía ser mejor. Pero hablaban igual cuando las necesidades cambiaban.
A causa de esa aventurada conducta, la peste azotó a los pobres de una manera terriblemente violenta, y esto, sumado a la miseria de su situación, fue la razón por la que murieron en masa. No puedo decir, en verdad, que haya observado entre los obreros pobres un solo átomo de mejor organización de sus hogares cuando se hallaban sanos y ganaban dinero; eran, como antes, igualmente pródigos, extravagantes y despreocupados del mañana. Hasta que, una vez enfermos, llegaron inmediatamente a la peor miseria, por la necesidad y por la enfermedad, porque carecían tanto de alimento como de salud.
Muchísimas veces he sido testigo de la miseria de los pobres y algunas veces, también, de la caritativa asistencia que ciertas personas piadosas les prestaban día tras día, en-viándoles auxilios y proporcionándoles, además de alimentos y medicamentos, una serie de cositas que podían faltarles. En verdad, es un acto de justicia para con el carácter de la gente de aquella época señalar aquí que no sólo grandes, grandísimas sumas de dinero fueron caritativamente enviadas al Lord Mayor y a sus regidores para la asistencia y alivio de los enfermos pobres, sino que, además, un elevado número de particulares distribuyeron largamente dinero día tras día para socorrer a los infelices y enviaron a algunas personas para que se informaran de las condiciones de vida de determinadas familias y, caso necesario, para que las auxiliaran. Piadosas damas, incluso, llegaron a sentir un celo tal por esa buena obra que, muy confiadas en la protección de la Providencia al cumplir con ese gran deber de caridad, iban personalmente a distribuir limosnas entre los pobres y hasta visitaban familias enfermas, infectadas, en su propia casa, designando cuidadores para la atención de los que la necesitaban y mandando farmacéuticos y cirujanos, los primeros para proveer a esas familias de las drogas, emplastos y otras cosas que su estado pudiera reclamar, y los segundos para abrir y punzar los abscesos y tumores, de ser ello necesario. Y daban a los pobres su bendición en forma de ayuda material tanto como en forma de fervientes plegarias, que rezaban por ellos.