11 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 11/06/2020

En medio de aquella terrible aflicción, en momentos en que la situación de Londres era verdaderamente desastrosa, Dios quiso desarmar a su enemigo mediante la inmediata intervención de su Mano. El veneno fue extraído de la mordedura. ¡Oh, maravilla! ¡Hasta los médicos se sintieron sorprendidos! Fueran adonde fueren, encontraban mejorados a sus enfermos, o porque habían transpirado, o porque los tumores habían reventado, o porque los abscesos habían desaparecido, o porque la inflamación periférica había cambiado de color; la fiebre había disminuido, o el violento dolor de cabeza se había calmado, o había cualquier otro buen síntoma. Al cabo de unos pocos días, todo el mundo volvía a ponerse en pie. Familias enteras que habían estado infectadas y, en lo peor del mal, rodeadas de sacerdotes que rezaban por ellas, esperando a cada minuto la muerte, se veían de pronto ganas, otra vez restablecidas, sin que ninguno de sus miembros muriera.
No era el efecto de una medicina recientemente hallada, ni el descubrimiento de una nueva cura, ni el resultado de una experiencia operatoria obtenida por los médicos Era, evidentemente, un efecto de la Mano invisible de Aquel que trabaja en secreto y que primeramente habían desencadenado la enfermedad sobre nosotros como un juicio. Que los ateos consideren mis asertos como mejor les parezca, no soy un iluminado, y en ese momento todo el mundo lo reconoció. El mal había perdido su fuerza; su malignidad se había agotado. Que esto provenga de donde quiera, que los filósofos procuren explicarlo con razones naturales y trabajasen cuanto deseen por disminuir la deuda que han contraído con el Creador, el hecho es que los médicos, que no tienen el menor rasgo de espíritu religioso, se vieron obligados a admitir que era algo sobrenatural y extraordinario que no se podía explicar.
Si tratara estos hechos como una visible incitación al reconocimiento, cuando vivíamos en el terror de ver que el mal empeorara, algunos pensarían quizás, ahora que ya las cosas no se sienten del mismo modo, que sólo por religiosa y oficiosa hipocresía predico un sermón en lugar de escribir la historia, y me graduarían de instructor en vez de observador. Esto me impide continuar por este camino, como de otra manera lo habría hecho. Pero si diez leprosos fueran sanados y uno solo regresara para dar gracias, yo querría ser ese leproso y testimoniar mi personal reconocimiento.
No discuto que hubo muchas personas que, según todas las apariencias, se sintieron en aquel momento muy agradecidas, y digo que según las apariencias porque las lenguas se habían quedado quietas; todos callaban, aun aquellos cuyo corazón no había sido afectado por un tiempo demasiado largo. Pero la impresión era tan fuerte, que nadie podía resistírsele, ni siquiera los más malo. Cosa común era encontrar en las calles a extraños de los que nada sabíamos que expresaban su sorpresa. Un día, en Aldgate, mucha gente iba y venía. Un hombre desembocó por el extremo de las Minories y mirando la calle de un extremo al otro extendió sus manos hacia adelante y exclamó: « ¡Señor, qué diferencia! La semana pasada vine y había apenas un gato en esta calle.» Y oí que otro agregaba estas palabras: « ¡Es maravilloso! ¡Es un sueño!» «Dios sea loado!», decía un tercero. «Démosle gracias, pues esto es su obra; ya la habilidad y las fuerzas humanas nada podían.» Todas aquellas personas eran extrañas unas respecto de otras. Pero semejantes exclamaciones se hacían frecuentes en la calle, día tras día; y el pueblo, pese a su conducta relajada, iba por las calles dando gracias a Dios por su liberación.
Fue entonces, como ya dije, cuando la gente abandonó todo temor, e incluso con demasiada rapidez. En verdad, ya no sentíamos miedo de pasar al lado de un hombre que llevara un bonete blanco, o un trapo alrededor del cuello, o cojeando (lo que indicaba llagas en la ingle), todas cosas terribles al último grado hasta la semana anterior. La calle estaba llena de ellos, y aquellas pobres criaturas en el camino de la curación (al César lo que es del César) se mostraban sensibles a la liberación inesperada. Yo cometería una injusticia si negara que a muchos de ellos los creía realmente agradecidos.
Pero debo confesar que, en general, puede decirse de ellos, con absoluta justicia, lo que se ha dicho de los hijos de Israel, después de su liberación del ejército del Faraón, cuando pasaron el Mar Rojo y vieron, al darse vuelta, que los egipcios se hundían en las aguas; quiero decir, cuando cantaron loas al Eterno y olvidaron en seguida sus obras.
No puedo ir más lejos. Se me trataría de censor y acaso se me acusaría de injusto si me entregara al enojoso trabajo que consiste en reflexionar, sean cuales fueren las razones, acerca de la ingratitud humana y del regreso a las perversidades de toda especie, cuyo testigo ocular fui. Concluiré, pues, la relación de aquel año desastroso con una estrofa tosca pero sincera, que escribí y puse al final de mis notas el mismo año en que fueron escritas:
Una terrible peste hubo en Londres En el año sesenta y cinco Que arrasó con cien mil almas ¡Y sin embargo estoy vivo!
H. F