10 de junio de 2020

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE

DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 10/06/2020

Yo debería haber señalado que, por grande que fuera la violencia de la peste en Londres y en otros sitios, se observó que nunca castigó a la flota; durante cierto tiempo hubo en la ribera y hasta en las calles muchos enrolamientos para servir en la flota. Pero era a comienzos de año, cuando la peste apenas comenzaba y no había aún alcanzado esa parte de la ciudad donde generalmente se enrola a los marinos. Y aunque la guerra contra los holandeses no hubiera sido recibida con muy buenos ojos por el pueblo, y aunque los marineros hubieran partido para el servicio con una especie de repulsión, muchos de ellos quejándose de que los llevaran por la fuerza, los acontecimientos probaron que aquella fue una feliz violencia para muchos, que de otro modo probablemente habrían perecido en la calamidad general. Una vez terminado el servicio, regresaron. Y tuvieron muy buenas razones para llorar por la desolación de sus familias, muchos de cuyos miembros descansaban en la tumba, también tuvieron motivos de reconocimiento por haber sido arrastrados fuera del alcance del mal, a menudo contra su voluntad. Aquel año tuvimos una guerra cruel contra los holandeses, y hubo una gran batalla en el mar en la que los Países Bajos fueron derrotados; nosotros perdimos muchos hombres y varios buques. Pero, como ya he destacado, la peste no estaba en la flota y su violencia, cuando los marinos regresaron para desarmar sus navíos en la ribera, comenzaba a decrecer.
Me sentiría feliz si pudiera terminar el relato de aquel doloroso afio con algunos ejemplos atinentes a nuestro reconocimiento para con Dios, nuestro protector, nuestro libertador de aquella espeluznante calamidad. Por cierto, las circunstancias de la liberación, tanto como la magnitud del enemigo del que acabábamos de ser salvados, ordenaron la gratitud de toda la nación. Las circunstancias de la liberación fueron, en efecto, notables, como ya he dicho, sobre todo en el terrible extremo a que habíamos sido reducidos, cuando, para sorpresa de la ciudad íntegra, nos zambullimos en la alegría y la esperanza del fin de la epidemia.
Nada más que la intervención inmediata de la Mano Divina, nada más que su Omnipotencia, pudo operar semejante cambio. El contagio desafiaba a todo remedio; la muerte hacía estragos por doquier; si las cosas hubieran continuado durante algunas semanas más, la ciudad habría quedado desnuda de todo cuanto poseía alma. Por todas partes los hombres caían en la desesperación; los corazones desfallecían de miedo. En la angustia de su alma, la gente perdía hasta el último resto de coraje, y en los rostros y en la actitud del pueblo se leía el pánico a la muerte.
En ese mismo momento, cuando en verdad podíamos decir: «Vano es el socorro del hombre», quiso Dios, para nuestra grande y dulcísima sorpresa, abatir la furia del mal, y al declinar la malignidad de éste, y aunque aún había un número infinito de enfermos, cada vez fueron muriendo menos, y el inmediato registro semanal indicó una disminución de 1843 muertos. Una sensible caída, en verdad.
Es imposible expresar el cambio que se manifestó en el aspecto mismo de la gente aquel jueves por la mañana, cuando apareció el boletín semanal. Habría podido advertirse en su actitud que una secreta sorpresa y una sonrisa de júbilo reinaban en el rostro de cada cual. Quienes un día antes apenas habrían querido andar por una misma acera se apretaban la mano en plena calle. En donde las calles no eran demasiado anchas las ventanas se abrían de par en par y la gente se llamaba de una casa a otra, preguntándose cómo estaban y si se habían enterado de la declinación de la peste.
Algunos se informaban cuando uno les hablaba de buenas noticias. « ¿Qué noticias?» Y cuando uno les respondía que la peste se calmaba y que los periódicos señalaban una disminución de por lo menos dos mil muertos, exclamaban: « ¡Dios sea loado!» y lloraban a lágrima viva de alegría, diciendo que no habían sabido nada. Tal fue la dicha del pueblo, que la vida parecía salir de la tumba. En el exceso de su júbilo la gente hizo tantas cosas extravagantes como las que había hecho en la angustia de su dolor. Pero así, narrado, aquello se empequeñece, pierde su valor.
Debo confesar que también yo me había sentido muy abatido antes, pues el número de los que habían caído enfermos durante la semana o las dos semanas anteriores, para no hablar de los que habían muerto, había sido tan elevado, y tantas eran por doquier las lamentaciones, que un hombre habría parecido actuar contra la razón si tan sólo hubiera aguardado escapar al azote. Y como en mi vecindad la única casa no infectada era la mía, corría el rumor de que no pasaría mucho antes de que no quedara nadie sin contaminar. A decir verdad, apenas puede creerse en la terrible mortandad que habían hecho las tres últimas semanas; de atenerme a los cálculos de la persona cuyos informes siempre me parecieron muy bien fundados, hubo no menos de 30.000 muertos y 100.000 personas alcanzadas por la peste. El número de los afectados era sorprendente; a veces, incluso, aplastante. Aquellos a los que el valor había sostenido hasta entonces se sintieron desmayar.