DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 09/06/2020
Todas estas cosas volvían a alarmarnos. Quienes conocieron a Londres antes del incendio deben de recordar que el mercado de Newgate no existía, pero que en mitad de la calle que hoy se llama Blowbladder, así designada a causa de los carniceros que allí ofrecían sus carneros, los matarifes tenían, al parecer, la costumbre de soplar con cánulas la carne para que pareciera más grande y grasa, por cuyo motivo fueron castigados por el Lord Mayor. Y digo que desde el extremo de la calle hasta Newgate se veían dos filas de puestos de carniceros para vender carne. Frente a los puestos, dos personas cayeron muertas mientras compraban carne, lo que hizo correr el rumor de que toda la carne se hallaba infectada. La gente fue presa del pánico y el mercado fue abandonado durante dos o tres días. Luego quedó claramente demostrado que la sugestión no tenía nada de cierto. Pero nadie puede ser responsabilizado por un pavor que se apodera de los espíritus.
Sin embargo, Dios, al prolongar la temperatura invernal, quiso restituirle a la ciudad su salud; hacia febrero considerábamos completamente terminada la enfermedad, y ya no nos dejamos asustar tan fácilmente.
Existía un problema que conmovía a los sabios y que, en sus comienzos, también había atormentado al pueblo, esto es, de qué manera se podían desinfectar los objetos contaminados y cómo volver a hacer habitables las casas que habían sido desocupadas durante la epidemia. Los médicos prescribieron cantidades de perfumes y preparados, unos de una especie, otros de otra. La gente prestó oídos y se lanzó a hacer grandes gastos, inútiles a mi parecer. Los pobres, que se conformaron con abrir sus ventanas noche y día y con quemar azufre, alquitrán, pólvora, etc., en sus cuartos, salieron igualmente bien parados. Y ni aun los impacientes, que, como dije, regresaron demasiado pronto a sus casas, contra viento y marea, se sintieron en modo alguno fastidiados por éstas ni por los diferentes objetos que en ellas se encontraban, y no hicieron nada, o casi nada.
Sin embargo, en general, la gente prudente y prevenida adoptó algunas medidas para airear y depurar sus casas. Quemaron perfumes, incienso, benjuí, resinas y azufre en las habitaciones herméticamente cerradas, y luego expulsaron el aire infectado con una carga de pólvora. Otros encendían grandes fogatas, día y noche, durante varios días seguidos. Para mayor seguridad, dos o tres llegaron a incendiar sus casas y las desinfectaron completamente reduciéndolas a cenizas; en particular, una en Ratcliff, otra en Holborn y otra más en Westminster. También se les prendió fuego a otras, pero felizmente se logró extinguirlo a tiempo. El sirviente de un ciudadano -creo que fue en Thames Street- llevó a la casa de su amo tal cantidad de pólvora para combatir la infección, y tan locamente se valió de ella, que hizo saltar una parte del techo.
Pero todavía no se había cumplido el tiempo en que la ciudad debía ser purgada por el fuego, aunque tampoco estaba lejos: nueve meses después, vi a Londres reducida a cenizas. Algunos de nuestros charlatanes filósofos pretendieron que sólo entonces los gérmenes de la peste quedaron completamente destruidos, y no antes, idea demasiado ridícula para tomarnos el trabajo de hablar de ella en esta oportunidad: si los gérmenes de la peste sólo por el fuego habían sido destruidos, ¿cómo se explica que todas las casas de la zona franca y de los aledaños de la ciudad, todas las grandes parroquias de Stepney, Whitechapel, Aldgate, Bishopsgate, Shoreditch, Cripplegate y St. Giles, donde la peste había azotado con mayor violencia y que no supieron de incendio alguno, hayan podido permanecer en las mismas condiciones que antes de la peste?
Pero para ajustar bien las cosas hay que decir que es cierto que los que tomaban cuidados mayores que los comunes para preservar su salud siguieron instrucciones especiales. A fin de «impregnar» sus casas, como decían, quemaron gran número de productos caros, que no sólo «impregnaron» las casas que deseaban purificar, sino que además llenaron el aire de aromas sanos y agradables, con que se beneficiaron tanto los demás como los que hacían el gasto.
Mientras el pueblo regresaba con precipitación a la ciudad, los ricos no se apresuraban tanto. Los que tenían negocios volvieron, es cierto, pero muchos de ellos no trajeron consigo a sus familias antes de la primavera, cuando ya contaron con buenas razones para creer que la peste no reaparecía.
La Corte regresó después de Navidad, pero la nobleza y la alta burguesía, salvo aquellos cuya presencia era necesaria y estaban ocupados de la administración, no volvieron con tanta rapidez.
Todas estas cosas volvían a alarmarnos. Quienes conocieron a Londres antes del incendio deben de recordar que el mercado de Newgate no existía, pero que en mitad de la calle que hoy se llama Blowbladder, así designada a causa de los carniceros que allí ofrecían sus carneros, los matarifes tenían, al parecer, la costumbre de soplar con cánulas la carne para que pareciera más grande y grasa, por cuyo motivo fueron castigados por el Lord Mayor. Y digo que desde el extremo de la calle hasta Newgate se veían dos filas de puestos de carniceros para vender carne. Frente a los puestos, dos personas cayeron muertas mientras compraban carne, lo que hizo correr el rumor de que toda la carne se hallaba infectada. La gente fue presa del pánico y el mercado fue abandonado durante dos o tres días. Luego quedó claramente demostrado que la sugestión no tenía nada de cierto. Pero nadie puede ser responsabilizado por un pavor que se apodera de los espíritus.
Sin embargo, Dios, al prolongar la temperatura invernal, quiso restituirle a la ciudad su salud; hacia febrero considerábamos completamente terminada la enfermedad, y ya no nos dejamos asustar tan fácilmente.
Existía un problema que conmovía a los sabios y que, en sus comienzos, también había atormentado al pueblo, esto es, de qué manera se podían desinfectar los objetos contaminados y cómo volver a hacer habitables las casas que habían sido desocupadas durante la epidemia. Los médicos prescribieron cantidades de perfumes y preparados, unos de una especie, otros de otra. La gente prestó oídos y se lanzó a hacer grandes gastos, inútiles a mi parecer. Los pobres, que se conformaron con abrir sus ventanas noche y día y con quemar azufre, alquitrán, pólvora, etc., en sus cuartos, salieron igualmente bien parados. Y ni aun los impacientes, que, como dije, regresaron demasiado pronto a sus casas, contra viento y marea, se sintieron en modo alguno fastidiados por éstas ni por los diferentes objetos que en ellas se encontraban, y no hicieron nada, o casi nada.
Sin embargo, en general, la gente prudente y prevenida adoptó algunas medidas para airear y depurar sus casas. Quemaron perfumes, incienso, benjuí, resinas y azufre en las habitaciones herméticamente cerradas, y luego expulsaron el aire infectado con una carga de pólvora. Otros encendían grandes fogatas, día y noche, durante varios días seguidos. Para mayor seguridad, dos o tres llegaron a incendiar sus casas y las desinfectaron completamente reduciéndolas a cenizas; en particular, una en Ratcliff, otra en Holborn y otra más en Westminster. También se les prendió fuego a otras, pero felizmente se logró extinguirlo a tiempo. El sirviente de un ciudadano -creo que fue en Thames Street- llevó a la casa de su amo tal cantidad de pólvora para combatir la infección, y tan locamente se valió de ella, que hizo saltar una parte del techo.
Pero todavía no se había cumplido el tiempo en que la ciudad debía ser purgada por el fuego, aunque tampoco estaba lejos: nueve meses después, vi a Londres reducida a cenizas. Algunos de nuestros charlatanes filósofos pretendieron que sólo entonces los gérmenes de la peste quedaron completamente destruidos, y no antes, idea demasiado ridícula para tomarnos el trabajo de hablar de ella en esta oportunidad: si los gérmenes de la peste sólo por el fuego habían sido destruidos, ¿cómo se explica que todas las casas de la zona franca y de los aledaños de la ciudad, todas las grandes parroquias de Stepney, Whitechapel, Aldgate, Bishopsgate, Shoreditch, Cripplegate y St. Giles, donde la peste había azotado con mayor violencia y que no supieron de incendio alguno, hayan podido permanecer en las mismas condiciones que antes de la peste?
Pero para ajustar bien las cosas hay que decir que es cierto que los que tomaban cuidados mayores que los comunes para preservar su salud siguieron instrucciones especiales. A fin de «impregnar» sus casas, como decían, quemaron gran número de productos caros, que no sólo «impregnaron» las casas que deseaban purificar, sino que además llenaron el aire de aromas sanos y agradables, con que se beneficiaron tanto los demás como los que hacían el gasto.
Mientras el pueblo regresaba con precipitación a la ciudad, los ricos no se apresuraban tanto. Los que tenían negocios volvieron, es cierto, pero muchos de ellos no trajeron consigo a sus familias antes de la primavera, cuando ya contaron con buenas razones para creer que la peste no reaparecía.
La Corte regresó después de Navidad, pero la nobleza y la alta burguesía, salvo aquellos cuya presencia era necesaria y estaban ocupados de la administración, no volvieron con tanta rapidez.