DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE ENTREGA 08/06/2020
Recuerdo que mi amigo el doctor tenía la costumbre de decir que había ciertos preparados seguramente buenos en caso de epidemia que los médicos podían preparar en una variedad infinita de drogas, como el campanero puede lograr varias centenas de melodías con sólo cambiar el orden y el sonido de sus seis campanas, y que todos esos preparados eran excelentes. «De modo -decía- que no me asombra el hecho de que se nos ofrezca semejante número de medicamentos en la presente calamidad, ni que casi no haya médico que no prescriba o prepare una cosa distinta, de acuerdo con su experiencia o con la orientación de su juicio. Pero -añadía mi amigo- examínense todas las
prescripciones de todos los médicos de Londres, y se hallará que todas están compuestas de las mismas cosas, con las ínfimas variaciones que puede introducir la idea del médico. De manera que determinado sujeto, basándose en su propia constitución y en su manera de vivir, así como en las circunstancias en que ha podido ser infectado, se prescribirá sus medicamentos escogiendo entre las drogas y las preparaciones corrientes. Sin embargo, cada cual recomienda una cosa u otra como si fuera soberana. Esa pill.ruff., llamada píldora antipestilencia, es la mejor preparación que pueda hacerse. Otros creen que la triaca de Venecia basta por sí sola para preservar del contagio, y yo -concluía-pienso bien de ambas, es decir, que la última es buena como preventivo, y la otra, si uno se halla afectado, como curativo.» De acuerdo con esa creencia, tomé varias veces triaca de Venecia, y consiguientemente sudé en abundancia, y me creía fortificado contra la infección tanto como uno puede estarlo por el poder de la medicina.
En cuanto a los farsantes y a los charlatanes, de los que la ciudad estaba llena, ya no oía a uno solo de ellos, y con algún asombro advertí que dos años después de la peste apenas se los veía en la ciudad. Hubo quienes pensaban que la infección había arrasado con todos ellos, en lo cual veían un signo particular de la venganza divina contra los que conducen a la pobre gente al borde del abismo de perdición no más que para sacarle el poco dinero que ésta pueda tener. Pero yo no voy tan lejos. Es cierto que muchos de ellos murieron. Supe de una infinidad de casos. Pero que todos fueran barridos, esa es otra cuestión. Se me ocurre que huyeron al campo y que pusieron en práctica sus artificios con los campesinos que temían la epidemia antes de que ésta llegara hasta ellos.
Lo cierto es que ni un solo charlatán apareció en Londres durante mucho tiempo, ni en los aledaños. Hubo doctores que publicaron ordenanzas recomendando diferentes preparados medicinales para asear el cuerpo después de la peste y que resultaban útiles para los que, habiendo sido contaminados, habían sanado. Creo y debo reconocer que, de acuerdo con la opinión de los médicos más eminentes de entonces, la peste misma era un purgante suficiente. Los que escaparon a la infección no necesitaban medicamento alguno para purgar su cuerpo: las supuraciones, los tumores, etc., reventados y mantenidos abiertos conforme a la opinión de los médicos, los habían ampliamente aseados, y todas las demás enfermedades y causas de enfermedades habían sido efectivamente borradas de tal manera. Y los médicos, al dar este parecer como opinión suya en todas las partes por donde iban, terminaron con el negocio de los charlatanes.
Con posterioridad a la disminución de la peste hubo varias pequeñas señales de alerta en la ciudad. No sé si habían sido maquinadas para espantar e introducir el desorden en el pueblo, como imaginaron algunos, pero a veces se nos dijo que la peste iba a regresar, y el famoso Salomon Eagle, el cuáquero desnudo de que he hablado, todos los días profetizaba nuevas desgracias. Muchos nos decían que Londres no había sido suficientemente flagelada y que aún faltaba descargarse los golpes más duros y severos. Si no se hubieran quedado en eso, si hubieran condescendido en darnos detalles y nos hubieran dicho que al año siguiente un incendio destruiría la ciudad, entonces, en verdad, cuando hubiéramos visto ocurrir tales cosas, no se nos habría podido censurar por el hecho de distinguir con respeto sus proféticas voces. Por lo menos los habríamos admirado y nos habríamos informado con mayor seriedad de lo que querían decir y de dónde provenía su presciencia. Pero como generalmente nos hablaban de un recrudecimiento de la peste, apenas nos ocupábamos de ellos. Los frecuentes rumores nos tenían de continuo en una especie de aprensión, y si alguien moría súbitamente, o si un momento dado había más casos de viruela, nos sentíamos enloquecidos, y más aún si los casos de peste aumentaban, pues hasta fin de año hubo entre 200 y 300.
Recuerdo que mi amigo el doctor tenía la costumbre de decir que había ciertos preparados seguramente buenos en caso de epidemia que los médicos podían preparar en una variedad infinita de drogas, como el campanero puede lograr varias centenas de melodías con sólo cambiar el orden y el sonido de sus seis campanas, y que todos esos preparados eran excelentes. «De modo -decía- que no me asombra el hecho de que se nos ofrezca semejante número de medicamentos en la presente calamidad, ni que casi no haya médico que no prescriba o prepare una cosa distinta, de acuerdo con su experiencia o con la orientación de su juicio. Pero -añadía mi amigo- examínense todas las
prescripciones de todos los médicos de Londres, y se hallará que todas están compuestas de las mismas cosas, con las ínfimas variaciones que puede introducir la idea del médico. De manera que determinado sujeto, basándose en su propia constitución y en su manera de vivir, así como en las circunstancias en que ha podido ser infectado, se prescribirá sus medicamentos escogiendo entre las drogas y las preparaciones corrientes. Sin embargo, cada cual recomienda una cosa u otra como si fuera soberana. Esa pill.ruff., llamada píldora antipestilencia, es la mejor preparación que pueda hacerse. Otros creen que la triaca de Venecia basta por sí sola para preservar del contagio, y yo -concluía-pienso bien de ambas, es decir, que la última es buena como preventivo, y la otra, si uno se halla afectado, como curativo.» De acuerdo con esa creencia, tomé varias veces triaca de Venecia, y consiguientemente sudé en abundancia, y me creía fortificado contra la infección tanto como uno puede estarlo por el poder de la medicina.
En cuanto a los farsantes y a los charlatanes, de los que la ciudad estaba llena, ya no oía a uno solo de ellos, y con algún asombro advertí que dos años después de la peste apenas se los veía en la ciudad. Hubo quienes pensaban que la infección había arrasado con todos ellos, en lo cual veían un signo particular de la venganza divina contra los que conducen a la pobre gente al borde del abismo de perdición no más que para sacarle el poco dinero que ésta pueda tener. Pero yo no voy tan lejos. Es cierto que muchos de ellos murieron. Supe de una infinidad de casos. Pero que todos fueran barridos, esa es otra cuestión. Se me ocurre que huyeron al campo y que pusieron en práctica sus artificios con los campesinos que temían la epidemia antes de que ésta llegara hasta ellos.
Lo cierto es que ni un solo charlatán apareció en Londres durante mucho tiempo, ni en los aledaños. Hubo doctores que publicaron ordenanzas recomendando diferentes preparados medicinales para asear el cuerpo después de la peste y que resultaban útiles para los que, habiendo sido contaminados, habían sanado. Creo y debo reconocer que, de acuerdo con la opinión de los médicos más eminentes de entonces, la peste misma era un purgante suficiente. Los que escaparon a la infección no necesitaban medicamento alguno para purgar su cuerpo: las supuraciones, los tumores, etc., reventados y mantenidos abiertos conforme a la opinión de los médicos, los habían ampliamente aseados, y todas las demás enfermedades y causas de enfermedades habían sido efectivamente borradas de tal manera. Y los médicos, al dar este parecer como opinión suya en todas las partes por donde iban, terminaron con el negocio de los charlatanes.
Con posterioridad a la disminución de la peste hubo varias pequeñas señales de alerta en la ciudad. No sé si habían sido maquinadas para espantar e introducir el desorden en el pueblo, como imaginaron algunos, pero a veces se nos dijo que la peste iba a regresar, y el famoso Salomon Eagle, el cuáquero desnudo de que he hablado, todos los días profetizaba nuevas desgracias. Muchos nos decían que Londres no había sido suficientemente flagelada y que aún faltaba descargarse los golpes más duros y severos. Si no se hubieran quedado en eso, si hubieran condescendido en darnos detalles y nos hubieran dicho que al año siguiente un incendio destruiría la ciudad, entonces, en verdad, cuando hubiéramos visto ocurrir tales cosas, no se nos habría podido censurar por el hecho de distinguir con respeto sus proféticas voces. Por lo menos los habríamos admirado y nos habríamos informado con mayor seriedad de lo que querían decir y de dónde provenía su presciencia. Pero como generalmente nos hablaban de un recrudecimiento de la peste, apenas nos ocupábamos de ellos. Los frecuentes rumores nos tenían de continuo en una especie de aprensión, y si alguien moría súbitamente, o si un momento dado había más casos de viruela, nos sentíamos enloquecidos, y más aún si los casos de peste aumentaban, pues hasta fin de año hubo entre 200 y 300.